El hecho fue que la niña Nastasya estaba
velando por el bien de los demás,
corriendo descalza con mal tiempo
por vodka para el anciano,
— se suponía que había un dios hermoso,
en un palacio, bañado por el sol,
elegante, honesto,
con un vestido de oro viejo.
Pero en medio del hipo embriagador,
entre la miseria, solo
dos iconos ennegrecidos
no se le parecían.
Por esto, la endivia floreció repentinamente,
las perlas se volvieron rosadas
y el simple nombre del novio
sonaba como el coro de una iglesia.
Apareció junto a una cerca,
le regaló un medallón amarillo
y pasó por un dios
en su joven majestad.
Y en su corazón él fue un don sagrado,
como ese acordeón abandonado,
cual vino reservado, del casamentero de voz dulce
y de una camisa azul.
Él ya la miraba con engaño,
quitándose el pañuelo de gasa
y aplastando sus débiles hombros en el granero vecino…
Y Nastya se peinó,
tomó el pañuelo por las dos puntas,
y Nastya cantó, se lamentó,
se llevó las manos a la cara.
«¡Oh, qué me has hecho,
¡qué desgracia has hecho!
¿Por qué el lunes pasado
me regalaste una rosa blanca?
Oh, sauce, sauce, sauce mío,
no te marchites, sauce, espera un minuto.
¿A dónde fue mi fe?
Había una cruz en mi pecho.»
Y la lluvia fue reemplazada por el sol,
y no pasó nada,
dios se rio de la niña,
y dios no estaba allí en absoluto.
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